Du côté de chez Carpentier

(Este texto aparecerá en italiano en el volumen Alejo Carpentier, L’età dell’impazienza. Saggi, articoli, interviste (1925-1980), a cura e con un saggio di Massimo Rizzante, postfazione di Miguel Gallego Roca, Mimesis Edizioni, 2022).

Du côté de chez Carpentier

Miguel Gallego Roca

Los lugares de la imaginación novelesca, si eres un poco afortunado, pueden acabar siendo reales. Que recuerde, mi primera fascinación por la novela adulta estaba poblada por espacios latinoamericanos. Los primeros personajes que estimularon el deseo de ser adulto, y de imaginar como un adulto, venían de aquella parte del mundo. Hablaban un español más rico en matices que abría las puertas de un posible futuro más complejo y aventurero que el presente pequeñoburgués de un hijo afortunado de la Transición española. Fueron esos personajes novelescos los que levantaron el telón de «la otra realidad que está tras esta», según un verso del emocionante poema que Luis Cernuda dedica a Galdós en el exilio. Los Buendía —Aurelianos y José Arcadios—, Horacio Oliveira, El Jaguar, Martín, Artemio Cruz, Maqroll o, naturalmente, el Victor Hughes de El siglo de las luces. Con esos personajes descubrí la posibilidad del diálogo entre todos los tiempos y todos los espacios, posiblemente una de las pocas razones por las que merece la pena dedicar una vida a dar clases de literatura. Todos lo tiempos y todos los espacios, los corsi e recorsi de Vico que Carlos Fuentes supo aplicar a la historia y la novela del continente americano. Por ejemplo, la revolución francesa en el Caribe. Por ejemplo, la conquista y la contracultura. Por ejemplo, Alejo Carpentier entre dos o tres mundos.

En la primavera del 2016, Massimo Rizzante y yo visitamos La Habana en una expedición literaria que tenía como objetivo el conocimiento de primera mano de la inabarcable obra ensayística del autor de El siglo de las luces. Visitamos los lugares carpenterianos: la casa de la calle Empedrado —para conocer los espacios que habitaban los hermanos huérfanos de El siglo de las luces—, la casa de la Obra Pía —para situar la regresión del Marqués de Capellanías en Viaje a la semilla—, y, sobre todo, su última casa, y sede actual de la Fundación Alejo Carpentier, en la calle E de EL Vedado, donde pudimos hablar con sus responsables: Graziella Pogolotti y Rafael Rodríguez Beltrán. No pudo faltar la ritual visita a la tumba del escritor en el cementerio de La Habana. Un mediodía de mayo, caluroso y húmedo, pudimos saludar a un ángel que escucha cerca de su tumba el mensaje castrista de la lápida: «Hombre de mi tiempo soy y mi tiempo trascendente es el de la Revolución Cubana». Luego tomamos una Coca-Cola en el bar que había justo frente a la salida, esperando el taxi de regreso al Paseo del Prado.

Es sorprendente que Carpentier no disponga de una edición ordenada y fiable de sus obras completas. Las así llamadas, publicadas por la editorial Siglo XXI en los años ochenta y de gratísimo recuerdo en nuestra memoria de lectores, son claramente incompletas. Podían ser una buena referencia en cuanto a las novelas mayores del autor, pero quedaban muy truncadas —tal y como afirma Eduardo Becerra en su edición de Cuentos y otras narraciones (2014)— en cuanto a las diversas épocas, géneros y temáticas que son esenciales para comprender la totalidad de su obra. En concreto, la dificultad para acceder a sus colaboraciones en revistas, las diversas versiones de sus relatos o sus entrevistas, género al que dedicó un especial cuidado. Además, se daba la circunstancia de que en 1989 se halló una maleta con gran cantidad de originales inéditos. La organización de las obras de Carpentier es una asignatura pendiente de los estudios literarios latinoamericanos. Mientras queda sin resolver, cientos y cientos de departamentos de estudios hispánicos, a los dos lados del Atlántico, acuden como luciérnagas a la última novela o el último ensayo que será olvidado al comienzo del siguiente curso.

Los ensayos de Carpentier, que ahora por primera vez se pueden leer traducidos al italiano, provocan en el lector culto de la segunda mitad del siglo XXI una cierta incomodidad con la contemporaneidad. Una incomodidad a la que podemos llamar nostalgia, aunque creo que es más justo llamarla rabia por la realidad literaria que nos ha tocado vivir.

Su interés por toda forma de arte, la claridad de sus ideas y la limpieza lingüística con que las expone son una forma de cortesía y respeto hacia el lector, ese lector culto e inquieto que imagina como un alter ego, un hermano que demanda explicaciones, no teorías. Creo que, de manera consciente, con sus ensayos y novelas pretende situar el territorio de América Latina en el centro de la cultura de Occidente, sobre todo, a partir de su vuelta a América desengañado del teatro decadente de la Europa de entreguerras.

El joven escritor cubano se fuga de La Habana con 24 años, en 1928, año del recrudecimiento de la dictadura de Gerardo Machado. «Sin pasaporte, sin papeles, sin una pieza de identidad» y gracias a la ayuda de su amigo el poeta surrealista Robert Desnos. En París se asoma al movimiento artístico e intelectual del círculo surrealista. Traba amistad con Breton, Aragon, Tzara, Éluard, los pintores de Chirico y Picasso, y los músicos Gaillard y Milhaud. Los años que permanece en París (1928-1939) constituyen la base de su posterior proyecto artístico e intelectual: desarrollar una modalidad americana de la modernidad para su tiempo y, también, trascendente a su tiempo.

Si Sarmiento pone al frente de su Facundo. Civilización y barbarie (1845) una cita falsa en francés, lo que, según la lectura de Borges y la posterior de Piglia, sería un síntoma de la irreverencia de las letras latinoamericanas frente a la tradición occidental, en el fin de siglo, Rubén Darío afirma en las “Palabras liminares” de su libro Prosas profanas : «mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París». Esta relación íntima e irreverente con lo francés es, en el caso de Carpentier, aún mas conflictiva pues hay sangre francesa en sus progenitores.

Vuelve a Cuba en 1939 desengañado de Europa. En el texto titulado «Lecciones de ausencia» (1940) habla de una enfermedad incurable: «Conocéis esa enfermedad incurable que se llama «hastío de un continente»?». Un año antes de escribir ese texto ha vuelto a La Habana harto del «pero» que los europeos ponen ante toda manifestación del genio. Se declara harto del exceso de inteligencia y de los monumentos europeos y vuelve buscando de nuevo a la gente, a los hombres y mujeres concretos de su tierra, única garantía de un futuro humano y humanista. Única garantía, por otra parte, del diálogo de los tiempos y los espacios. Por eso cierra con Europa con una frase que no deja lugar a dudas: «Y os confieso que hoy, abandonando el puerto de Rotterdam, estoy cansado de los europeos»

Estando en el centro, en París, Carpentier concibe la posibilidad de una forma que surge en los márgenes y permite mezclar los tiempos históricos y los espacios geográficos haciendo literatura, música, arquitectura. Ahí radica la definición de la modernidad del criollo, del barroco americano y de los elementos indígenas y africanos que aparecen por doquier en la cultura popular, la música y la religiosidad de su continente. Por eso Carpentier empatiza con el interés surrealista por lo pre-histórico o ensalza en Malraux su intuición para ver en la escultura oriental algo que parece pasar inadvertido para el europeo: «El hombre extraordinario que ha traído a Europa estas esculturas y que ha revelado una belleza que viene de la noche de los tiempos con el fin de hacernos profundizar sobre nuestra inadecuación occidental» («André Malraux o el deseo de evasión», 1931).

La voluntad de estilo, expresión con la que Juan Marichal definió la escritura de Ortega y Gasset, en el caso de Carpentier es, precisamente, voluntad de ruptura con la tradición ensayística y el juego de las metáforas que caracterizaba al autor de La rebelión de las masas y sus seguidores. No es la pulsión teórica, que acabará minando desde dentro las humanidades del siglo XX, la que anima los ensayos y artículos de Carpentier. Es más bien la inquietud, la necesidad de explicarse y de encontrar formas que sirvan para conocer la realidad de su tiempo, y de los tiempos pasados que han precedido a su presente, y de los posibles futuros del presente, lo que justifica el recurso a la crítica cultural. Su figura se nos presenta en forma de Jano: una modernidad americana que mira de la misma manera hacia delante y hacia atrás. También puede ser válido, si queremos atender a la tragedia moderna, interpretarlo bajo la forma de un Angelus Novus invertido—tal y como hace Eduardo Becerra en la edición antes citada— «que mira de espaldas hacia el futuro». No le interesa tanto la teoría como la construcción de constelaciones históricas que le ayuden a construir una herramienta, intelectual y artística, que le permita establecer diálogos entre Europa y América, América y Oriente, el Barroco y las vanguardias, la Ilustración y las revoluciones del siglo XX, etc.

Su concepción del tiempo de la cultura y de las artes, paralela y coincidente con su concepción del tiempo y el espacio novelesco, es una suerte de cronotopo bajtiniano o eso que Borges imaginó como El Aleph. Don Marcial, Marqués de Capellanías, el protagonista de su primer relato Viaje a la semilla (1944), es la posibilidad narrativa que Carpentier ha descubierto en las formas musicales de su tierra. Avanzar retrocediendo, perpetuum mobile,  variaciones sobre un tema, son los recursos que estudia en uno de los libros claves para comprender su arte novelesco: La música en Cuba (1946). Don Marcial avanza hacia atrás, desaprende, se despoja de saberes: «Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan solo un concepto instintivo de las cosas.» Mejor eso, nos dice Carpentier, que la repetición, que el absolutismo de un presente eterno presidido sea por Dios, sea por ese Pato Donald de cartón que continuamente se consume y se sustituye en el escaparate de una tienda habanera en el relato de 1972 El derecho de asilo.

Más allá del narcisismo de la contemporaneidad, Carpentier siempre se siente más cerca de aquellos que circulan por el presente con inquietud, sin entusiasmo, casi a disgusto, y prefieren imaginar mundos en los que es posible dialogar con la Historia y la Utopía. Así su preferencia por Cocteau —«nuestra época es tan interesante como cualquier otra. El modernismo, en sí, no existe»—, Joyce —«los grandes escritores detestan la literatura inútil»— o el inefable León-Paul Fargue, —«Estoy convencido de que nuestra época no permite la existencia de hombres como Léon-Paul Fargue»—, personificación en carne humana de aquello que Ravel llamaba «el placer siempre nuevo de una ocupación inútil».

Esos son algunos de los modelos que Carpentier utiliza para concebir una manera latinoamericana de interpretar la realidad. Sea a partir de la música, la arquitectura o la literatura, como ya hemos señalado, sea investigando la semántica y la etimología del español de América, Carpentier se siente capaz de definir una manera de existir propia del continente a pesar de su asombrosa variedad. Así lo afirma en uno de sus ensayos literarios más decisivos «Los puntos cardinales de la novela en América Latina» (1967): «¿cómo es posible que este continente, que contiene todos los climas, todas las razas, todas las costumbres imaginables, pueda aspirar a tener una sensibilidad común?» Puedo ver las sonrisas irónicas de muchos universitarios a los dos lados del Atlántico ante esta pregunta de Carpentier. Incluso oigo sus objeciones postestructuralistas, sus escandalizadas precisiones, citando a los grandes maestros del pensamiento francés, cuando Carpentier llega a la pregunta definitiva: «Por otra parte, ¿qué es la historia de América si no una crónica de lo real maravilloso?»

Carpentier hablaba con frecuencia de la impresión que le causó la primera vez que vio el Orinoco desde el aire. Remontar el Orinoco, adentrarse en la selva venezolana, para encontrar los orígenes del arte, de la música, es el tema de su novela Los pasos perdidos (1953). Pero el Orinoco, como podemos leer en sus últimas entrevistas, es mucho más: es la constatación de que puede existir una forma artística que dé cuenta de la amplitud de los tiempos y del entendimiento del hombre del siglo XX con los humanos del Neolítico. Repitamos ese camino por el que nos conduce la prosa de Alejo Carpentier:

«De repente empecé a mirar el paisaje del Orinoco como una especie de materialización del tiempo. Mi viaje contracorriente hacia las fuentes – a las que naturalmente nunca llegaría– estaba convirtiéndose en una entrada en el tiempo. Conforme avanzaba por el río, veía pueblos que se alejaban de eso que llamamos la historia contemporánea. Pueblos maravillosos adonde no llegaba nunca un periódico, donde no había una radio, donde se vivía una vida semejante a aquella que probablemente era vivida en la Edad Media. Me di cuenta que estaba remontando el río del tiempo y comprendí esta gran verdad: América era el único continente en el que el hombre del siglo XX era contemporáneo de los hombres que pertenecían al periodo Neolítico.»

Es posible que hasta eso se haya perdido ya. Es posible que la era post-histórica haya instalado su presente hasta en las selvas del Orinoco. Pero la lección de Carpentier es que el futuro existe. Y se construye.

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